Hay decisiones que no se miden por su impacto inmediato, sino por lo que erosionan en silencio. A veces no es el ruido del cambio, sino la pérdida de coherencia la que duele más.
Argentina votó en contra de la resolución de las Naciones Unidas que condena el bloqueo económico a Cuba. No se trata aquí de juzgar a Cuba – ni su sistema, ni sus aciertos, ni sus heridas -, sino de mirar de frente lo que dice de nosotros esta decisión.
Porque más allá de cualquier lectura geopolítica, hay algo elemental: el bloqueo es una forma de castigo colectivo. Y todo castigo colectivo contradice los principios más básicos del derecho internacional y de la ética de los pueblos. Aislar a una nación entera, impedirle comerciar, sancionar su acceso a insumos vitales, no es una medida política: es un acto de deshumanización.
Por eso, durante décadas, la Argentina sostuvo una postura firme y previsible: rechazar el bloqueo y defender la autodeterminación de los pueblos. No era una cuestión ideológica, sino de coherencia histórica. Porque quien defiende su soberanía -quien reclama por Malvinas, quien exige respeto a su jurisdicción, quien invoca la no injerencia extranjera- no puede al mismo tiempo avalar, ni siquiera por omisión, el derecho de otro Estado a imponer sanciones extraterritoriales.
El voto argentino en esta ocasión rompe con esa tradición silenciosa pero profunda. Y lo hace sin explicaciones claras, sin fundamentos públicos que justifiquen semejante giro. No se trata de elegir aliados: se trata de elegir principios. Un país puede cambiar de política, pero no debería cambiar de alma.
El derecho internacional, como el derecho en general, no es sólo una técnica: es una ética organizada. Por eso, cuando un Estado vota, también se define a sí mismo. Cada voto es una palabra en el relato que la Nación escribe ante el mundo. Y con este voto, la Argentina ha dicho -aunque quizás no lo haya querido decir- que está dispuesta a apartarse del consenso regional que defiende la soberanía de los pueblos latinoamericanos frente a toda forma de bloqueo o presión unilateral.
Esa es la herida más honda: no la decisión en sí, sino la renuncia a la coherencia. Porque la política exterior, como la justicia, requiere continuidad moral. No puede ser rehén de las conveniencias del día, ni de la simpatía o antipatía hacia tal o cual gobierno. Debe sostenerse sobre la brújula ética que nos impide convertirnos en espectadores del sufrimiento ajeno.
Y aquí lo humano importa tanto como lo jurídico. ¿Qué significa votar contra la condena a un bloqueo? Significa, en términos concretos, tolerar que niños no accedan a medicamentos, que hospitales carezcan de insumos, que familias sufran el aislamiento económico que no eligieron. Significa mirar hacia otro lado ante una forma moderna de asfixia, más sutil que las guerras, pero igual de destructiva.
No se trata de defender ni de idealizar. Se trata de recordar que un país digno no acompaña castigos colectivos. Que la diplomacia debe seguir siendo un instrumento de justicia, no de cálculo. Y que cuando un Estado renuncia a su tradición solidaria, pierde algo más que prestigio: pierde humanidad.
Argentina, tierra que alguna vez supo levantar su voz por los pueblos oprimidos, no puede aceptar sin reflexión un voto que nos aleja de esa raíz. La soberanía no se defiende sólo con fronteras, sino con convicciones. Y este voto, más que un gesto diplomático, parece una grieta moral.
Ojalá sepamos reparar ese hilo. Porque los pueblos, cuando olvidan su coherencia, se vuelven ininteligibles incluso para sí mismos. Y ningún alineamiento vale tanto como la fidelidad a los principios que nos dieron sentido.
