Mientras se ejecuta un genocidio y un régimen de apartheid del pueblo palestino a la vista del mundo, el sistema que nació para impedir precisamente esto se desmorona. El multilateralismo está en terapia intensiva. Y sin multilateralismo que funcione, no existe andamiaje capaz de detener a ningún Estado que decida exterminar.
La pregunta que deberíamos hacernos en este tiempo no es si la Organización de las Naciones Unidas (ONU) “dijo algo” o si la Corte Internacional de Justicia (CIJ) elaboró nuevas obligaciones. La pregunta es más simple y más brutal: ¿por qué nada de lo que esas instituciones disponen logra frenar lo que ocurre? ¿Por qué las resoluciones se acumulan mientras la muerte avanza? ¿Por qué, al mismo tiempo, algunos gobiernos aprovechan el vacío de autoridad global para profundizar fronteras domésticas de disciplinamiento, represión y excepción?
Los hechos son insoportables en su elocuencia: Gaza está en hambruna. No “en riesgo”, no “al borde”: está en hambruna. Y esa hambruna no es un desastre natural, sino un instrumento dentro de un genocidio deliberado: una técnica de eliminación por inanición ejecutada por el Estado de Israel —bajo esta coalición gobernante—, la misma que administra el cierre de pasos, el estrangulamiento de suministros esenciales y la destrucción del tejido vital de Gaza. Frente a esto, la ONU insiste sobre la insuficiencia abismal del flujo de ayuda; la Corte Penal Internacional (CPI) impulsa procedimientos en el marco del Estatuto de Roma; tribunales nacionales emiten capturas. Y, sin embargo, la maquinaria de muerte continúa. ¿Qué otra prueba necesita el mundo de que hoy el orden normativo internacional carece de fuerza ejecutiva?
Y hubo un tiempo en el que esa arquitectura sí funcionó para limitar el poder de los Estados. No por una virtud moral intrínseca, sino por equilibrios reales de poder: la Guerra Fría generó un balance que obligó a respetar ciertas reglas; el trauma de los campos nazis y de Hiroshima sostenía un mínimo consenso moral; los procesos de descolonización de África y Asia contaron con instituciones multilaterales que empujaron su legitimidad; el fin del apartheid sudafricano fue sostenido por una coalición global; los juicios internacionales sobre Yugoslavia demostraron que Europa también podía ser objeto de límite. El multilateralismo funcionó cuando existían: 1) costos reales para su incumplimiento, y 2) una inscripción histórica del horror que impedía aceptar un exterminio directo a cielo abierto.
Foto: Rizek Abdeljawad / Xinhua
Debemos abandonar la ilusión de que el multilateralismo del siglo XXI es el heredero evolucionado del “Nunca más” del siglo XX. Hoy el andamiaje jurídico global está reducido a palabra sin fuerza: la CIJ dicta medidas vinculantes (por Convención de Genocidio de 1948), la CPI impulsa procedimientos y órdenes de arresto (por Estatuto de Roma), el Consejo de Seguridad aprueba resoluciones obligatorias bajo Capítulo VII, la Asamblea General construye mayorías políticas, el Consejo de Derechos Humanos despliega mecanismos de escrutinio y la UNRWA sostiene lo indispensable para la supervivencia. Y, sin embargo, un Estado puede desobedecer ese conjunto sin afrontar consecuencias materiales proporcionales. Cuando un Estado desobedece órdenes vinculantes, no sólo comete un acto ilegal según el derecho internacional: rompe el contrato político que hizo posible esa institucionalidad.
El problema no es sólo jurídico. Es estructural. El régimen multilateral vigente mutó de garantista a disciplinante. De límite al horror, a gestión de daños aceptables. Y la globalización no sustituyó los viejos imperios: los reorganizó bajo consorcios militares, financieros y tecnológicos que capturan decisiones. El “orden internacional” tiende a funcionar como orden privado transnacional: un dispositivo que representa intereses concentrados antes que a la humanidad que dice encarnar.
Y esa captura no es abstracta. Los casos están a la vista. En América Latina, el Fondo Monetario Internacional (FMI) funciona —hoy mismo— como disciplinador macroeconómico. Su nuevo acuerdo de 48 meses con la Argentina, aprobado en 2025, no fue un mecanismo de reparación sino un dispositivo de imposición de condicionalidades estructurales: reforma fiscal regresiva, flexibilización cambiaria, desregulación y “reformas pro competitividad” que en realidad son reformas pro subordinación. Es decir: cuando el FMI “ayuda”, condiciona soberanía. Es evidencia contemporánea de que la arquitectura financiera multilateral opera como garante de un vector de poder privado transnacional. Si el multilateralismo financiero se convierte en gestor de disciplinamiento de Estados, ¿qué queda del multilateralismo como pacto civilizatorio?
Esto tiene un nombre: colonialidad contemporánea occidental. Un régimen que clasifica vidas entre protegibles y prescindibles; que no necesita lenguaje de conquista para ejercer violencia; que administra la muerte a distancia como técnica de gobierno. No es aberración: es método.
Palestina es la evidencia histórica de este derrumbe. El genocidio y el apartheid deliberados del pueblo palestino muestran, en tiempo real, lo que significa un sistema sin poder para obligar. No es un caso extremo que confirma una regla: es el hecho que prueba que la regla —el límite— ya no existe.
Y no es el único espejo. Miren Sudán: otro genocidio en marcha con violencia extremada sobre población indefensa; el sistema internacional ni siquiera logra instalarlo como prioridad. La invisibilización selectiva confirma la estructura: cuando una vida no ingresa en el campo de humanidad que Occidente reconoce como propia, su aniquilación se vuelve paisaje.
Y si ampliamos todavía más el lente, podemos ver la dialéctica completa: el vaciamiento neoliberal del orden internacional no es ajeno al vaciamiento de los contratos sociales dentro de los Estados nacionales. Son dos caras de un mismo proceso. Mientras el neoliberalismo global privatiza el poder militar y financiero a escala planetaria, el neoliberalismo doméstico erosiona el pacto interno que vinculaba ciudadanía, derechos y Estado. Por eso, el derrumbe del multilateralismo no es sólo un problema “afuera”: es el síntoma global del mismo deterioro que vemos adentro de nuestras democracias.
La interpelación entonces nos alcanza: ¿qué implica para cualquier democracia —también la argentina— que la única arquitectura diseñada para impedir genocidios se reduzca a observar cómo se ejecuta uno en vivo? Significa que, puertas adentro, se normalizan protocolos de excepción, vigilancia masiva, lawfare y tercerizaciones represivas con la coartada del orden.
El multilateralismo importa por una razón elemental: es el equivalente internacional de lo que el contrato social significó dentro de los Estados nacionales —la renuncia a la fuerza directa como regla de convivencia. Si se derrumba, lo que vuelve no es más libertad: vuelve la fuerza como ley.
Frente a esto, el llamado no es retórico. Los Estados que todavía se reconocen parte de la humanidad deben coordinar ya para abrir corredores humanitarios supervisados por organismos independientes; activar sanciones efectivas contra quienes diseñan y ejecutan la ingeniería del genocidio y del apartheid; conformar un bloque dispuesto a enfrentar el veto que sostiene el exterminio; y blindar a UNRWA y al sistema humanitario de represalias presupuestarias. No se trata sólo de Palestina: si hoy no se restituye el límite, mañana cualquier país puede ser descartado sin que nadie lo impida. No es un llamado a la empatía únicamente: es un llamado a la autopreservación histórica.
Si el genocidio y el apartheid del pueblo palestino pueden ejecutarse a cielo abierto sin sanción ni freno, el piso civilizatorio ya fue perforado. Sin multilateralismo efectivo, el mundo vuelve a ser un territorio donde la fuerza es la ley. Lo que está en juego no es sólo Palestina: es la continuidad de una humanidad habitable.
