Se cumplen 80 años del fin de la Segunda Guerra Mundial y su aniversario redondo señala una resonante paradoja, si consideramos que fue el periodo de la segunda posguerra el que construyó el orden global que estructuró política, diplomática, económica y militarmente el planeta en las últimas ocho décadas. Es que Israel, usufructuario directo de ese orden, irrumpe ahora como uno de sus más activos sepultureros, y su aislamiento internacional contagia a quienes se alían a la posición cada vez más solitaria de un Estado convertido en paria.
Recordemos que este equilibrio del poder global negociado en Yalta y Potsdam, hoy en acelerado proceso de descomposición, señaló el traspaso del bastón de mando desde Gran Bretaña a los Estados Unidos, el primer país extraeuropeo en devenir hegemón mundial. Pero además abrió las puertas al más rápido, masivo y espectacular proceso de descolonización del que se tenga registro en África y Asia (y con mayor moderación, también en el Gran Caribe). De los 51 miembros originales de las Naciones Unidas en 1945, el organismo se había ampliado espectacularmente hasta cobijar a 144 estados apenas tres décadas después.
Pero la segunda posguerra no fue solo la época de oro de la descolonización. Paradojalmente, señaló y habilitó el inicio de la colonización israelí formal de los territorios de la Palestina histórica, con hitos determinantes como la «resolución de partición» de la ONU en 1947 y la Nakba de 1948, como se conoce al proceso forzoso y masivo de desplazamiento de población palestina por parte de los colonos israelíes, en su mayoría judios asquenazíes.
Mientras los imperios coloniales eran derrotados política o militarmente y se retiraban de sus ex colonias y reelaboraban con sus periferias nuevas relaciones asimétricas de tipo neocolonial, Israel comenzaba a practicar un colonialismo territorial clásico. Asi, éste emerge como un alumno cabal, aunque tardío, de los grandes imperios europeos que como el británico, el belga, el holandés, el francés, el español y el portugués, se repartieron los territorios, recursos y poblaciones de todo el orbe a lo largo de los últimos siglos.
Foto: Ronaldo Schemidt / AFP
Hoy por hoy el orden de la segunda posguerra se desmorona por tendencias objetivas del capital y por la iniciativa de muchos actores globales. Uno de ellos, quizás inesperado a priori, es Israel. Su Estado y su gobierno aparecen como renegados del orden internacional, y se han colocado a sí mismos al margen del derecho internacional y el derecho internacional humanitario. Sus políticas coloniales no resisten el escrutinio de la mayoría de las leyes, organismos y mecanismos diplomáticos elaborados después de 1945, a los que se han encargado de negar y torpedear de manera sistemática.
Este país ha sido señalado, investigado o amonestado por organismos como la Asamblea General de la ONU, su Consejo de Derechos Humanos, la UNRWA, la UNESCO, la Corte Penal Internacional, la Corte Internacional de Justicia, e incluso por organismos no gubernamentales y tan insospechados de ser pro-árabes o anti-occidentales como la Cruz Roja, Amnistía Internacional o Human Rights Watch, por mencionar algunos ejemplos.
Colonialismo desembozado
Esto no es tan raro en términos históricos: los proyectos coloniales, y el de Israel lo es de manera explícita (basta leer a los teóricos del Gran Israel o tomar nota del proyecto de Trump y Netanyahu de hacer de Gaza la “gran Riviera de Medio Oriente”) siempre practicaron el unilateralismo más descarnado, colocandose a sí mismos sobre cualquier tipo de legalidad internacional. Sucedió con el nazi-fascismo europeo, el Apartheid sudafricano, las intervenciones norteamericanas en América Latina y el Caribe y vuelve a suceder ahora en Jerusalén, Cisjordania y la Franja de Gaza.
Siempre hay un motivo para justificar el proceder totalmente excepcional de tal o cual estado colonial: esa es la constante histórica. La variable es el contenido de esta justificación, que puede ser económico, tecnológico, cultural, civilizatorio, racial o teológico. Las leyes sobran a quienes se guían por «divinas providencias» o por “destinos manifiestos”.
Hay mucha literatura que puede ayudarnos a entender esta relación paradójica entre el orden internacional de la posguerra y el Estado de Israel, como el “Discurso sobre el colonialismo” del intelectual afro-caribeño Aimé Césaire. En aquel famoso ensayo publicado en 1950, Césaire criticaba duramente la hipocresía occidental y aseguraba que horrores equivalentes a los del nazismo habían sido practicados en la periferia colonial muchas décadas antes de que Hitler los aplicara por primera vez a poblaciones centrales, blancas y europeas. Pero como la sub-humanidad de las poblaciones periféricas, de color y extra-europeas era un «dato» asumido del discurso filosófico y científico, su opresión y exterminio se producía de manera metódica y discreta, para escándalo de casi nadie.
Israel es, en este sentido, el último exponente de un tipo de política colonial y territorial tan explícita, violenta y directa como la que se practicaba de manera generalizada hasta la segunda guerra mundial, antes de los masivos procesos de descolonización mencionados. Su modus operandi incluye políticas aprendidas de segregación espacial, ciudadanías diferenciadas y racializadas, desplazamientos masivos forzados, el bloqueo y asedio de regiones enteras, la deshumanización de la otredad, el uso del hambre y la enfermedad como instrumentos de guerra, límites severos al encuentro intercultural (como la virtual prohibición del matrimonio inter-religioso) o una retórica de Estado irracionalista y de tintes teocráticos fundada en pasajes del Antiguo Testamento. Elementos transparentes de lo que los teóricos de la Escuela de Frankfurt llamaron una «contra-ilustración».
Foto: Xinhua Abdul Rahman Salama NA
El aislamiento del Estado de Israel se ha profundizado desde el bloqueo a Gaza del año 2007 y sobre todo desde la escalada del genocidio comenzada en octubre de 2023. El que su jefe de Estado tenga una orden de detencion de la Corte Penal Internacional es apenas un botón de muestra. Otro indicador es el que muchas potencias emergentes que abogan por un mundo multipolar hayan criticado, acompañado acciones legales, pedido sanciones, modificado o suspendido sus relaciones comerciales o diplomáticas con Israel. Lo mismo vale para su posición, cada vez más solitaria y marginal, en las votaciones no vinculantes de la Asamblea General de las mismas Naciones Unidas que dotaron a Israel de una existencia «legal» en 1947.
Incluso encontramos hitos significativos en el campo de la cultura; en Argentina con el resonante discurso antisionista pronunciado por Norman Briski en los premios Martin Fierro; en Estados Unidos con el Óscar otorgado a No other land, que documentó la política de demoliciones y los desplazamientos en la Cisjordania ocupada; en Europa con la entrega del prestigioso World Press Photo a la fotoreportera palestina Samar Abu Elouf, por su retrato del niño gazatí Mahmoud Ajjour, amputado de sus dos brazos por un ataque aéreo israeli.
Ante este escenario, el gobierno liberal-libertario de Javier Milei ha tomado dos decisiones igualmente desacertadas: plegarse a Israel, renegado del viejo orden global y sus instituciones remanentes; y enfrentarse a las potencias emergentes que comandan la transición hegemónica. Desconectado del viejo mundo y de espaldas al nuevo, el mandatario argentino ha confundido su flamante credo personal con los intereses de 50 millones de argentinos, colocando al país, de manera gratuita y puramente ideológica, en una posición cada vez más solitaria en el escenario internacional. Así, horas antes de que Israel bombardeara con drones a un buque humanitario que se encontraba en el Mediterráneo europeo (y que debía ser abordado también por una pequeña delegación argentina), Milei anunció el envío de ayuda al Israel de Netanyahu, para combatir incendios que cuando se desataron en la Argentina suscitaron su más completa indiferencia.
Política exterior nacional
Esto trae a colación otro debate. Para sectores progresistas que reivindican la existencia del Estado de Israel o que guardan algún tipo de lazo afectivo para con la promesa de redimir estatalmente al pueblo judío victimizado por el Holocausto, el sionismo oficial argentino puede parecer un dato marginal o quizás un exabrupto. Por el contrario, se trata de un pilar de su política exterior, tan constitutivo como su política genuflexa ante los británicos, la admiración confesa de Milei por Thatcher o la desmalvinizacion; o como su alineamiento a Trump y su promoción de una base militar de la OTAN en la Patagonia. Sionismo, anglofilia y trumpismo son las tres patas de la misma política desnacionalizadora.
Cualquiera que asista a una cumbre de la Conferencia Política de Acción Conservadora, el foro que reúne a lo más granado de las ultraderechas globales, podrá ver que el sionismo radical es uno de los elementos que mejor aglutinan a la internacional reaccionaria, de Trump a Milei, de Bolsonaro a Bukele, de Abascal a Orban. No es casual que los extremistas de todo el orbe vean con admiración los métodos israelíes utilizados contra los palestinos, y que ansíen emularlos con sus propias poblaciones.
Así como la colonización francesa de Indochina y Argelia generó las doctrinas contrainsurgentes que se aplicaron durante los años del Plan Cóndor, en Cisjordania y Gaza se están probando los métodos y las tecnologías necropolíticas que se aplican en las periferias del mundo: reconocimiento biométrico, checkpoints, drones kamikaze, barcos no tripulados, el lanzamisiles Venom, sistemas de IA como Lavender, tecnología para francotiradores, software espías como Pegasus, «vallas inteligentes», blindados avanzados, etcétera.
Si algo han compartido las izquierdas, los progresismos, el peronismo y el cristianismo popular es una posición filosófica humanista irreductible. Un humanismo como el practicado por el fallecido Papa Francisco, que como última voluntad decidió donar el «papamovil» a los gazatíes para convertirlo en una clínica pediátrica móvil; que llamaba cada día a la Parroquia Sagrada Familia en la Ciudad de Gaza; y que denunció que lo que sucedía en aquel enclave colonial era «crueldad, no guerra». El genocidio es el más grave crimen contra la humanidad y el humanismo consecuente siempre ha sido contrario y reactivo a los proyectos coloniales. Por eso ser sionista y progresista es una contradicción en los términos.