Acá las guerras no se terminan, se tapan. Las fronteras no se dibujan, se cicatrizan. Y los pactos no se firman, se negocian entre cafés fuertes y silencios largos. Los Balcanes no son una región, son un estado mental. Bosnia y Herzegovina sigue en pie como una película sin final de Emir Kusturica, con cabras cruzando calles, trompetistas borrachos tocando sin partitura y gente que baila sobre los restos de lo que alguna vez fue un país. Todo es ruido, todo es memoria, todo es presente. Nadie entiende bien cómo se sostiene, pero se sostiene. La gente no resiste por heroísmo, resiste porque no hay otra. Porque en los Balcanes, sobrevivir es un arte y también una costumbre. A veces con astucia balcánica, a veces con resignación balcánica.
Uno. Los Balcanes fueron durante siglos ese barrio donde se cruzaban imperios como quien cambia de vereda: romanos, otomanos, austrohúngaros, eslavos. Con la caída del Imperio Otomano y más tarde el desplome del Austrohúngaro (gracias a cierto atentado en Sarajevo, 1914, ya saben…), la región se reorganizó en una ensalada llamada Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. Luego vino el Mariscal Tito y en plena Guerra Fría logró lo imposible: que los pueblos vecinos se odiaran en silencio y jugaran al básquet juntos de vez en cuando.
Cuando murió Tito en el ’80, Yugoslavia empezó a tambalear como un Jenga al que ya le faltaban piezas. Lo que vino después fue un vendaval de nacionalismos histéricos, crisis económicas que ni Kafka entendería, y líderes tan peligrosos como caricaturescos. La década del ’90 fue sangre, fuego y cenizas. Guerras, genocidios, limpiezas étnicas hechas con precisión. Hasta que llegó el Tratado de Dayton, que se firmó en Ohio, como si alguien creyera que era una película de Clint Eastwood. Así quedó Bosnia: un monstruo de Frankenstein constitucional en un país que nadie termina de querer del todo.
Dos. Hoy, Bosnia tiene tres presidentes rotativos, dos entidades políticas (la Federación bosníaco-croata y la República Srpska que representa al sector serbio), catorce gobiernos regionales y mucha burocracia. Los bosníacos (musulmanes), serbios (ortodoxos) y croatas (católicos) conviven bajo un sistema diseñado para que nadie gane, pero todos puedan vetar.
En ese río gana el pescador Milorad Dodik, líder de Srpska. Dodik juega al nacionalismo duro con el entusiasmo de un fan de Ricardo Iorio, de Almafuerte. Habla de secesión como quien pide delivery. Tiene su propia policía, desobedece fallos judiciales, y cuando lo intentaron procesar, va al tribunal trajeado, sonriente y rodeado para evitar su detención. Ah, y de vez en cuando viaja al Kremlin para tomarse un vasito de vodka.
Así, a Moscú no le hace falta invadir, sino que le alcanza con apadrinar. Belgrado, por su parte, juega de frontón porque apoya a Dodik con gestos, pero se muestra europeísta cuando le conviene. El presidente serbio, Aleksandar Vučić, promete paz mientras canta envido con la «Gran Serbia» entre sus cartas. Hasta Nikola Tesla, otro hijo pródigo de esta tierra dividida, se electrocutaría con esta alta tensión.
Tres. Bosnia lleva casi dos décadas en la sala de espera de la UE. Le piden reformas, elecciones limpias, justicia independiente… Ellos entregan los deberes, pero siempre falta una firma, un consenso, un gestito. El país tampoco es miembro de la OTAN, pero mantiene bases de la alianza y cocktails diplomáticos con generales de muchas medallas. Ahora, los tambores de la guerra en Ucrania reactivó el interés occidental, pero también encendió alarmas en Belgrado y en Banja Luka, la capital de Srpska.
Y cuidado con pintar a los bosnios de víctimas: acá nadie es inocente del todo. Los líderes locales, de una astucia que haría sonrojar a cualquier puntero del conurbano bonaerense, dominan el arte de negociar la parálisis. Primero amenazan con Moscú para sacarle euros a Bruselas, después flirtean con la Unión para asustar al Kremlin, y cuando el progreso asoma la nariz, lo espantan a los gritos con discursos patrioteros sobre identidad, historia y destino. Un vodevil balcánico, con subtítulos en cirílico.
Mientras los diplomáticos juegan al sudoku institucional, en los Balcanes el tiempo no avanza: gira en círculos. Como las películas de Kusturica, donde todo parece una fiesta hasta que alguien dispara. De momento, ni estalla ni se cura. Es como esas novelas donde el narrador se queda sin tinta justo antes del final.
Kosovo, otro polvorín
En Kosovo, la guerra terminó hace más de 20 años, pero el polvo sigue en el aire. La independencia declarada en 2008 nunca fue reconocida por Serbia, que la mira como quien ve a un hijo rebelde: con bronca, pero también con una obsesión que no afloja. Rusia y China le hacen segunda, y la minoría serbia en el norte del país se comporta como si Pristina no existiera. En las últimas elecciones municipales, en zonas serbias votó apenas un 3,5%. El resto se cruzó de brazos o se fue a cortar leña.
Mientras tanto, Kosovo busca refugio en Occidente. En 2025 firmó una inédita alianza militar con Albania y Croacia —una especie de abrazo balcánico bajo el ala de la OTAN— que Serbia denunció como «carrera armamentista». Para colmo, Argentina quedó envuelta en este cabaret en los ’90: armas vendidas por el gobierno de Menem ter