Paso a paso, de extremo a extremo geográfico, vale aclararlo, Europa va rindiéndose a los pies de un extremismo de derecha cada vez más mimetizado con el nazismo militarmente derrotado hace 80 años, pero vivo ya no sólo en la Alemania de sus orígenes. No se trata de ninguna novedad, lo novedoso es que en los últimos días, y con el foco en Irlanda del Norte y en España, ha renacido con la furia del odio para arremeter contra los extranjeros con un discurso xenófobo que, como tantos otros hechos, se sustenta en unos imaginarios ataques a muchachas jóvenes o viejitos que exhibían sus míseras jubilaciones en los bancos de alguna plaza pueblerina. Hasta ahora no pasaban del insulto y el pedido para que fueran echados de las tierras de acogida. En estos días pasaron a la acción directa, atacando físicamente a los inmigrantes y envolviéndolos figuradamente en fuego.
Los irlandeses del norte, protestantes y unionistas, opuestos al sur católico independiente, pasaron de la violencia y la agresividad de los hooligans de Wembley y todos los estadios a revivir los años iniciales del siglo XV, cuando llevaron a la hoguera a la joven campesina francesa Juana de Arco, todo porque había vencido a las tropas inglesas en batallas de la Guerra de los 100 Años. Ya en aquellos tiempos vivían enfrentados y los acuerdos de paz de 1998 no lograron remendar el tejido que los siglos habían destruido. Y que se reavivaba desde entonces cada 12 de Julio, cuando los norteños llenan las calles de sus ciudades para evocar la victoria de Guillermo III de Orange (protestante) contra Jaime II (católico). La celebración, que tiene su punto culminante en el encendido de hogueras, tiene también sus signos de violencia bruta, pero este año los norteños optaron por lo peor.
El fuego, aunque para el caso no purifique, suele avivarse con las banderas tricolores de la República de Irlanda (sur), como ratificación de la decisión unionista con la Gran Bretaña. El paso de los unionistas por los barrios católicos de Belfast suele terminar en escaramuzas menores, pero la celebración de este 12 de julio tuvo otro cariz, inscripto en la ola xenófoba que recorre Europa. Esta vez las quemas incluyeron los más despreciables mensajes contra los inmigrantes, que ya venían prologados por episodios que, en junio, y la noticia fue prolijamente ocultada, dejaron a decenas de familias, en su mayoría filipinas, expulsadas de sus casas. El 9 de junio, en efecto, había dado inicio a una serie de episodios desatados al cierre de una manifestación de repudio al imaginario intento de violación de una adolescente, que se volvió contra negocios y viviendas de extranjeros.
Junto con los festejos irlandeses, unos 2700 kilómetros al sur, en España, precisamente en la mediterránea Murcia, estallaban otras muestras del poderío de la ultraderecha. Aunque sin una coordinación orgánica, decenas de encapuchados arremetieron con su ropaje negro contra los inmigrantes, filipinos, marroquíes y otros del norte de África. Llegaron de distintas zonas de España, convocados por las redes sociales y con la consigna de echar a los extranjeros, justamente los que siembran y cosechan el grueso de las hortalizas que consume el reino. Sin pruritos, los comandos estrechamente ligados al partido nazi Vox atacaron a los “portadores de cara árabe” y entraron a comercios y casas al grito de “Viva Franco” y “Expulsemos a los moros”. El teatro en el que se escenificó el odio y la ultraderecha exhibió su poderío fue Torre Pacheco, un poblado de 35 mil habitantes.
“Comandos estrechamente ligados a Vox atacaron a los ‘portadores de cara árabe’ y entraron a comercios y casas al grito de ‘Viva Franco’ y ‘Expulsemos a los moros’.“
Los irlandeses todavía esperan conocer la identidad y el lugar de procedencia –que eso es lo que más le importa a un nazi de estirpe– de los imaginarios violadores de la adolescente en nombre de quien se desató el odio. Y quieren saber, también, si hubo realmente un intento de violación. Cuando se hizo la hora para encender las hogueras en homenaje al tercero de la dinastía de los Orange, los protestantes irlandeses ya habían atacado las casas, negocios y otros bienes de los extranjeros, apenas el 3,4% de toda la población de la isla. El crimen de odio fue en Ballymena, donde no era un secreto para nadie que ardería la más significativa de todas las fogatas, de pura madera, de más de diez metros de altura sobre la que “navegaba” una embarcación en la que se veía, de pie, a un grupo de inmigrantes. Por si alguna duda quedaba, al pie había una pancarta que decía «Paren los barcos».
Casi a la misma hora del 12 de julio, lejos de Irlanda pero muy cerca de Torre Pacheco, en Barcelona de Piera nadie dejó un epígrafe cuando ardió hasta quedar en cenizas la primera mezquita que atendería las necesidades religiosas de los inmigrantes, esos sobrevivientes de las “pateras” que en su intento de llegar a Europa terminan tapizando el fondo pedregoso del Mediterráneo. En Irlanda las autoridades nunca más hablaron del tema. En España intentaron una casi justificación. Dijeron que muchos de los ultraderechistas que sembraron el pánico se encontraban casualmente en Cartagena, cerca de Torre Pacheco. Y agregaron que se trataba de un encuentro de dos grupos ultras, hinchas del Hércules de Alicante y el Atlético de Madrid, conocidos por su ideología nazi y prácticas extremadamente violentas.
El “Aquí vive un filipino” quedó grabado en puertas y ventanas de las casas de decenas de nuevos y viejos pobladores de las ciudades de Irlanda del Norte. Y el “Fuera los moros” o “Aquí vive un marroquí” quedó visible como propiedad despreciable de la ultraderecha nazi de Torre Pacheco. Y junto con esas decenas de signos del odio, aparecieron el terror o la histeria. El terror de una vieja inmigrante búlgara citada por la BBC, cuando dice que piensa volverse a su patria para salvar a sus hijos y, casi filosóficamente reflexiona: “Sé lo que va a pasar, así que no puedo esperar a que eso ocurra”. O la histeria de una española de Murcia que parece olvidar que nació, se crió y cría felizmente a sus hijos en Torre Pacheco, al exculparse e inculparse, todo en una sola frase: “No soy racista, pero ya no me siento segura yendo por la calle. Ayer, uno de ellos me seguía y me miraba”. Sólo la miraba. «
Los amnésicos
En estos tiempos en los que los europeos de buenos modales tratan de no autoincriminarse por omisión y eligen hablar de ultraderecha en lugar de un lisa y llanamente resurgimiento del peor de los nazismos, en ciertos medios académicos observan en voz alta cómo se está incubando nuevamente el huevo de la serpiente. Cómo se incuba mientras las sociedades miran para otro lado, como pasa hoy, ahora, en Irlanda del Norte, en España, en Francia, en la misma Alemania de los orígenes y en una larga lista de etcéteras que van del oeste al este de la decadencia continental. Uno de los insumos que avivan el debate es un texto de 2019 –Los amnésicos, historia de una familia europea– en el que la francesa Geraldine Schwarz incursiona sobre el quehacer cómplice de sus abuelos alemanes en los años del hitlerismo.
Schwarz recuerda cómo casi a desgano los aliados triunfantes empezaron a prepararse para llegar a Nüremberg con la idea de no tener que comprometerse en extremo y pasarse la vida juzgando a los responsables del genocidio. Para eso, dice, establecieron diferentes grados de implicación. En principio fueron cuatro. Los integrantes de las tres primeras categorías –los incriminados mayores, los incriminados menores y los simplemente incriminados– eran sujetos dignos de una causa judicial. En la cuarta categoría estaban los mitläufer, vocablo alemán que identifica y define a los simpatizantes y describe a quienes se dejaron llevar por la ola, los que sólo participaron del aparato nazi contentando al poder, y a sí mismos, al comprar tranquilidad pagando las cuotas y participando de las reuniones del partido.
Los mitläufer eran una mayoría absoluta, como lo son los millones que, desdibujados en el engañoso voto secreto del modelo democrático occidental, llenan los países de gobernantes totalitarios. Sin ellos no se habrían desarrollado ni el nazismo de ayer ni el autoritarismo de hoy. Ni Hitler y Franco, ni Trump y Netanyahu, ni Bolsonaro y… Schwarz se mete en el pasado que hubiese querido ignorar de sus abuelos, que “no eran ni fanáticos ni criminales sino buenas personas llevadas por la corriente”. Cómplices absolutos. Ni más ni menos que parte de la turba de los millones y millones de mitläufer que siguen reproduciéndose.
Los mitläufer son una masa de personas que, por su número, y de manera más o menos pasiva, pueden consolidar un régimen criminal. Al final, la escritora termina por admitir que su abuelo fue un despreciable cómplice de las matanzas por puro oportunismo. Que adhirió al nazismo porque “era lo más cómodo, porque con las leyes antijudíos vio una oportunidad de hacer buenos negocios, comprando por poco los bienes que pertenecían a un judío”. Días atrás, el miércoles, en la españolísima Murcia, una horda de encapuchados destruyó el modesto negocio donde, desde hacía años, el marroquí Hassan despachaba los mejores kebabs del poblado. Detrás de ellos, contó el viejo Hassan, llegó un “buen vecino”, un émulo del abuelo de Schwarz, que le hizo la primera oferta de compra de los restos de su local.