Si nos preguntásemos si es cierto que el simple perfil de Eva dice más de la historia argentina que todo nuestro panteón de próceres, las respuestas irían desde la negación absoluta hasta el apoyo incondicional. Pero lo que está más allá de toda disputa es que ese perfil constituye el vértice de la construcción de un imaginario político que, como en el ‘rodete urbano’ de Ciudad Evita, se dibujan algunos de los límites de nuestra identidad.
A primera vista, es indudable que todo el cuerpo de imágenes, símbolos y propaganda que generó el peronismo en su década fundacional es un híbrido nutrido por una heterogénea red de influencias que analizaremos más adelante, pero también hay factores que sumados producen el quiebre que convierte al conjunto en un fenómeno inesperado y original. (…)
Después de 1952, con la muerte de Eva Perón, su imagen se convierte en un ícono político religioso. Para los libros de textos infantiles, su figura se mostrará como la imagen de un hada protectora (“El Hada Buena argentina”); para el uso oficial, sindicatos y organizaciones sociales, en cambio, será la figura severa y amable con el ceñido rodete y el traje sastre. Éste es el ícono de Evita que trascenderá el tiempo, constituyendo una dimensión mítica comparable a la del Che Guevara, Lenin o Mao.
