A mediados de los años sesenta del siglo pasado, América Latina vivía un tiempo muy distinto del actual. Con el empuje económico liderado por la sustitución de importaciones surgía una clase obrera organizada, con sindicatos y reivindicaciones, además de una clase media que tomaba conciencia de la importancia del momento político. En Argentina, por ejemplo el Cordobazo sintetizó esa alianza de clases entre trabajadores y estudiantes. «No entiendo», diría Adalberto Krieger Vasena, por entonces ministro de economía de la dictadura de Onganía, «cómo es posible que la clase obrera mejor paga de Sudamérica nos haga un Cordobazo».
Claro, quizás el Cordobazo existió justamente porque era la clase obrera mejor paga. No era sólo un combate por el regreso de la democracia -allí donde faltaba- sino que por todo el continente arreciaba la idea de transformar la sociedad existente. Para incluir a los que estaban afuera, para mejorar la condición de los que estaban adentro, para cambiar la distribución del ingreso, de la palabra y del poder a favor de los pueblos.
Algunos eligieron “la vía pacífica al socialismo”, como sucedió de 1970 a 1973 en el Chile de Salvador Allende. Otros, muchos, tomaron el camino de la lucha armada, entre ellos Pepe Mujica en el movimiento Tupamaros de Uruguay. Allí protagonizó asaltos a bancos para obtener financiamiento, secuestros de personalidades y también tiroteos con las “fuerzas del orden”, que en total le dejaron seis balazos en el cuerpo y catorce años de cárcel a partir de 1972.
Pepe Mujica recuerda las torturas, los incesantes traslados, las celdas de permanente aislamiento, el proceso que lo llevó a las puertas de la locura. Es que la dictadura quería quebrarlo en el alma además de atormentar esa humanidad: sería la victoria final. A la salida de prisión, en 1985, ya no existían ni vía pacífica ni armada para el cambio social, ambas ahogadas en sangre. Las oligarquías locales y los socios internacionales decidieron con toda simpleza que la sociedad no se cambia. Ingreso, palabra y poder quedaban concentrados en cada vez menos manos, viviremos los tiempos de la democracia de baja intensidad. Los métodos de tortura evolucionaron, puesto que ya no eran un ejercicio macabro sobre los cuerpos de los prisioneros, sino manipulaciones de la opinión pública, escamoteo de justicia, naturalización de consensos dominantes. Había que quebrar el espíritu de la sociedad. Mauricio Rosencof, el poeta que fuera compañero de cautiverio de Pepe, escribió: “un torturador no se redime suicidándose, pero algo es algo”.
Y bastante algo serían los años de la Presidencia de Pepe Mujica, que fueron marcados por la despenalización del aborto, la legalización de la marihuana y el acceso al matrimonio igualitario. Aumentó los salarios, bajó la pobreza a la mitad (del 18 al 9%), creó la Universidad Tecnológica del Uruguay, potenció los sindicatos, fomentó la construcción de viviendas populares, reconoció a Palestina y hasta aceptó presos de la cárcel de Guantánamo, por haber estado tantos años allí sin juicio alguno. Hay almas que no se quiebran y sociedades que resisten. “No hay revoluciones tempranas, crecen desde el pie” dice Zitarrosa. Mencionamos estas medidas para disipar la imagen de “anciano buenito y austero” al que pretenderán reducir la estampa de un hombre de Estado como Pepe Mujica.
“Pertenezco a una generación que quiso cambiar el mundo, fui aplastado, derrotado, pulverizado, pero sigo soñando que vale la pena luchar para que la gente pueda vivir un poco mejor y con un mayor sentido de la igualdad» dijo alguna vez.
Es cierto que la prolijidad con la que vivían el Pepe y Lucía Topolansky -la compañera de toda la vida- asombraba a los ilustres visitantes que llegaban a la chacra. Pero no sabemos si eso habla más de Pepe y Lucía que de los visitantes. ¿Homenaje del vicio a la virtud? En todo caso harmonía entre la vida pública y la vida privada, ligadas por siempre en Pepe al combate político en todas las formas. En los últimos tiempos supo cultivar el arte del aforismo, que en breves palabras -a veces irónicas- podía describir una situación o una persona, y no siempre de manera complaciente.
Pepe Mujica no creía en Dios. Ingresa a la historia y entra en la nada con los ojos abiertos.