La batalla menos cruenta pero tal vez más decisiva de la guerra entre Irán e Israel está teniendo lugar en Washington. La disyuntiva entre involucrarse en la ofensiva israelí o retomar la diplomacia ha dejado a la vista las costuras de la coalición política que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca. El anuncio, de cuidada vaguedad, de que Trump se decidiría al respecto en una o dos semanas, puede ser visto como síntoma de que necesita tiempo para evaluar los riesgos que corre en política doméstica. Las muertes y la destrucción en Medio Oriente son para él una consideración secundaria.
Trump ha cultivado por décadas el arte de la contradicción flagrante. Ha suscitado apoyo de audiencias con intereses crudamente contradictorios prometiendo cosas opuestas ante auditorios distintos. Prometer más empleo para los trabajadores blancos al mismo tiempo que ofrece una piñata de beneficios fiscales al 1% más rico del país es el ejemplo más acabado de eso. Sin embargo, la cuestión Israel-Irán puede poner en evidencia el truco del mago: no hay modo de actuar que no lo desnude ante la vista de todos.
Prometer cosas al electorado popular que los republicanos habían rechazado desde Richard Nixon en adelante fue una fórmula que funcionó tan bien que lo ayudó a ganar dos elecciones presidenciales. No logró ganar dos sucesivas, porque su primera gestión reveló lo esperable: que los republicanos no estaban dispuestos a cumplir esas promesas. Trump ganó elecciones agregándole un plus al inconmovible 40% de los votos que tiene el Partido Republicano. Sus votos “propios” son una minoría intensa arrebatada a los demócratas sólo después de que la enajenaran las políticas neoliberales de los años de Bill Clinton.
Una promesa reiterada de Trump en su campaña de 2024 fue poner fin a las guerras interminables. Su compromiso incluyó terminar con las guerras en curso y preservar a Estados Unidos de cualquier guerra futura. Su gobierno, que carece por ahora de cualquier triunfo económico, viene fracasando rotundamente también en cumplir con la promesa de aislar magníficamente al país del tumulto del mundo allá afuera. A la continuada agresión rusa a Ucrania, a la masacre y la demolición en Gaza, a las guerras endémicas en el África subsahariana, que habían empezado antes de su llegada a la Casa Blanca, Trump vio sumarse el rebrote del conflicto indo-pakistaní.
En ese contexto, dejarse llevar de las narices por Benjamín Netanyahu hacia una guerra contra un enemigo que puede revelarse formidable, como Irán, pone a Trump frente a la disyuntiva más cruda de su joven segundo mandato. Las fracturas de su coalición están expuestas: el antiguo estratega Steve Bannon, la representante ultraderechista Marjorie Taylor-Greene y la estrella mediática Tucker Carlson han desencadenado una ofensiva antibélica que no ahorra críticas directas al líder supremo. Estas figuras del ala nacionalista blanca podrían contar con el apoyo del vicepresidente J. D. Vance, que sin duda coincide con ellos pero tal vez no quiera arriesgar tan tempranamente sus chances de heredar a Trump en 2028. Cuentan también con la Directora Nacional de Inteligencia Tulsi Gabbard, la misma que informó en marzo al Congreso que la evaluación de los espías de las distintas agencias era que Irán no avanzaba actualmente hacia la construcción de un arma nuclear.
Enfrente, los halcones del ala tradicional del Partido Republicano, fuertes sobre todo en el Senado, pero con células propias en oficinas clave de la Casa Blanca y del Pentágono. Se han sumado a éstos recientemente never Trumpers como el comentarista Bill Kristol, figura destacada de los neoconservadores que pergeñaron la invasión de Irak de 2003, bajo George W. Bush.
De un modo que ya no cabe calificar de paradójico, este momento de indecisión no lo capitalizan los demócratas, tan divididos en la cúpula como los republicanos: mientras el senador Tim Kaine acaba de presentar un proyecto de resolución ratificando el derecho del Congreso a ser quien decida ir a la guerra o no, el líder de su bloque, Chuck Schumer, retacea su apoyo a la moción (que sí cuenta con el apoyo del independiente Bernie Sanders) e intenta mostrarse más duro contra Irán que el propio presidente.
Si agregamos al mix el narcisismo del presidente, elemento que hay que considerar dada la baja institucionalidad de su acción gubernamental y los pocos contrapesos que logran oponérsele, crece la incertidumbre. Seguramente quiera evitar quedar como un pelele de Netanyahu. En cualquier caso, es imposible saber si para ello preferirá mostrar fuerza desnuda lanzando los bombarderos B-2 sobre las instalaciones iraníes de Fordo y Natanz o parando en seco a Bibi, para demostrar liderazgo diplomático y lucirse como el autopercibido mejor exponente de The Art of the Deal. «