En el Cáucaso no amanece: se desenrosca la niebla como un cigarro mal apagado. A lo lejos, un perro ladra con resignación. Tal vez ladra al humo, o a la historia para ahuyentar otra guerra. Nagorno-Karabaj hoy retorna a los titulares como una enfermedad crónica. Azerbaiyán dice que es suya. Armenia asegura que su gente la habitó antes de que existieran las banderas. Rusia la patrulla, a veces, como quien cuida una herencia que ya no le interesa. Turquía la mira como quien ve un viejo sueño pan-turco revivir. Irán sonríe como gatos ante un nido con pichones. Y para Europa, bueno, se trata de un conflicto «congelado». Lo que no dicen es que el hielo, cuando cruje, no avisa.
UNO. Karabaj no nació problema, se lo hicieron. Fue tierra de reyes armenios, con iglesias talladas en piedra y canciones que hablaban de ciruelos floreciendo pese al polvo. Después pasaron persas, otomanos, rusos del imperio… Y, para coronar, Iósif Stalin, que con un dedo cortaba cabezas y con el otro dibujaba fronteras. En 1923, este joven comisario georgiano decidió que Karabaj, aunque armenia de alma, pasara a manos de la Azerbaiyán soviética. Como quien cambia una figurita en el álbum.
La idea, como todo plan soviético, tenía más lógica para los mapas que para la vida misma. Armenia quedó herida. Azerbaiyán, dueña. Y Stalin, chocho. “Equilibrio estratégico”, dijeron. Y así anduvo el asunto durante décadas, hasta que en 1988, los armenios de Karabaj quisieron pelea. Lo que siguió fueron pogromos, persecuciones, y una guerra que empezó con piedras y terminó con misiles.
DOS. Año 1991: cae la URSS, pero no con un estruendo, sino con un bostezo que despertó viejas rencillas. Cuando el Ejército Rojo se hizo humo, el Cáucaso se puso a hacer lo que mejor sabe: desempolvar odios guardados y cartas con tinta indeleble que seguro terminaron en algún cajón olvidado como promesas políticas. Entre 1992 y 1994, armenios y azeríes se agarraron a piñas con una furia que hacía rato no se veía por ahí. Armenia se quedó con territorio y declaró la república independiente de Artsakh, aunque nadie le mandara ni una postal, ni una pizza. Bakú terminó con cientos de miles de exiliados y campos minados por doquier. El “paraíso”.
Así, durante 26 años, la región fue una república «de facto» armenia, con himno, bandera y checkpoints muchas veces manejados por adolescentes con rifles Kalashnikov antes que pelos en las manos. La fantasía del lugar se sostenía con un hilo diplomático. Azerbaiyán se armaba en silencio. Turquía le pasaba municiones con una sonrisa. Y Rusia hacía de árbitro y de proveedor de armas al mismo tiempo.
En 2020, Azerbaiyán decidió que ya era hora de romper el silencio. Con el apoyo técnico y emocional del bazar de Erdogan en Ankara —donde se vende desde especias hasta drones Bayraktar—, lanzó una ofensiva quirúrgica. Las tropas armenias retrocedieron y Artsakh se esfumó como si nunca hubiera existido, y el resto del mundo hizo lo que mejor le sale en estas situaciones: emitir hashtags desde una silla gamer.
En tiempo relámpago, Ereván firmó un cese del fuego que le supo a derrota. Rusia mandó sus «fuerzas de paz», que de pacíficas tienen lo justo, y se acordó un acceso terrestre para lo que quedaba del vínculo. El trato era más un respirador artificial que una solución: mantenía vivo algo que ya pedía extremaunción. El conflicto seguía como esas brasas del asado que parecen apagadas, pero todavía largan calor.
TRES. En abril 2025, el presidente iraní Pezeshkian fue de paseo a Bakú. Dijo que Karabaj es «parte inseparable de Azerbaiyán». Un comentario inocente… Si no fuera porque Irán no hace visitas a regiones explosivas para comer un poco de baklava. Quiere su parte, aunque esté quemada. Todo pasó meses después de que el Embraer 4K-AZ65 de la aerolínea nacional azerí (AZAL) cayera en Aktau, Kazajistán, cuando hacía su ruta al aeropuerto checheno Kadyrov, en Grozny.
Fueron 38 muertos, 29 heridos e igual cantidad de sobrevivientes. Las sospechas occidentales, como era de esperarse, apuntaron a un misil ruso Pantsir-S1, reciclado desde Siria. Moscú negó todo y, por su parte, acusó a los drones ucranianos que, a veces, se cuelan. ¿La verdad? Tomándose una siesta mientras un par de almas sin mucho que ver se pasan al equipo de Hades, seis pies bajo tierra.
Ante estos acontecimientos, los de afuera de la región escucharon ruidos en el sótano, pero eligieron subirle el volumen a la radio. Más aún si hablamos de una zona con un socio estratégico como Azerbaiyán, que hoy le vende gas a Europa en plena vigencia del todavía ridículo bloqueo que el olvidable Biden quiso imponerle a Rusia. Ahora, Aliyev busca cerrar el famoso «corredor de Zangezur» para conectarse con Najicheván y, desde ahí, con sus primos turcos.
Armenia, que ya tiene el máster en diásporas, intenta reavivar la amistad con Francia y traer armas desde la India. Turquía babea como el perro de Pavlov, mientras se acomoda el bigote otomano. Y Europa emite pomposos “comunicados” desde esa especie de Torre de Babel con wifi lento y sede en Bruselas.
El Qarabağ FK, club nacido en la región y de los más fuertes del torneo azerí, lleva más de 30 años sin jugar de local en su ciudad. Como tantos, sueña con volver. Y en los sueños de los pueblos suele esconderse la próxima guerra. Porque el problema no es el conflicto. El problema es que, cuando se apaga, nadie se acuerda bien cómo empezó, pero todos se matan por decir la última palabra.
¿Será Karabaj el próximo Sarajevo? ¿O sólo otro capítulo de una serie que ya lleva demasiadas temporadas? Y es que en el Cáucaso no es que se repita la historia. Acá, la historia espera en la puerta. Como un punguista, con una faca afilada en la mano.
CLAVES
Demografía: Azerbaiyán (10,5 M) triplica la población de Armenia (3M). También en efectivos del ejército: 125.000 azerís versus 45.000 armenios. Por dimensionar, el mermado ejército argentino posee unos 100.000 soldados en una población cinco veces mayor.
Economía: El petróleo y el gas le dan a Azerbaiyán una economía mucho más grande y peso regional.
Historia: Armenia, cuna de civilización cristiana; Azerbaiyán, puente entre Asia y Europa, con ambiciones propias. Uno apuesta a la resiliencia y los lazos históricos, el otro juega fuerte con recursos, músculo militar y alianzas nuevas.
Dos líderes
En Armenia gobierna un primer ministro (Nikol Pashinyan, 2025) que cambia según las broncas de la calle y, a veces, el capricho de algún sindicato. Es un sistema parlamentario con gritos, discusiones, alternancia y rosca de café con borra.
En cambio, en Azerbaiyán no hay tanto lío porque manda uno: Ilham Aliyev, heredero del sillón de su padre desde 2003. O sea, Armenia es un colectivo desvencijado con todos opinando al mismo tiempo, y Azerbaiyán, un Fórmula 1 manejado por un sólo tipo sin copiloto.