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guerra, cuentas bancarias y ataúdes


UNO. En el vasto escaparate de Kiev, las banderas ondean con una indiferencia suprema, ajenas al matiz de un rostro o al sello de un pasaporte. Son las balas las que discriminan con precisión, las que perforan ilusiones y carnes por igual, sin pedir credenciales ni extender invitaciones. Desde que el telón de la operación especial se levantó en 2022, el gobierno ucraniano desató su Legión Internacional de Defensa Territorial como un anzuelo reluciente en un mar de desesperados. Extranjeros de todos los confines se alinearon en el frente, voluntarios en un carnaval de muerte donde el patriotismo es un disfraz para el hambre o la sed de aventura.

Algunos argentinos también se sintieron atraídos por el sabor del elixir que transforma la miseria en aventura. Los reclutamientos brotaban en portales web, en las redes sociales y en sitios oficiales con la frialdad de un anuncio clasificado: “Únase a la lucha por la libertad”, decían, como si el riesgo de una tumba prematura fuera un mero asterisco en el contrato laboral.

José Adrián Gallardo, Ariel Achor y Mariano Franco —nombres que ahora suenan a epitafios olvidados— pisaron el barro del Donbás apenas dos meses antes de su fin, en octubre de 2025, en las afueras de Sumy. Nadie les susurró al oído que la supervivencia no se negocia en cláusulas impresas ni en sueldos prometidos; el frente los devoró con la voracidad de un amante traicionero, y dejó el eco de sus risas lejanas.

Cada voluntario garabatea su destino en un formulario gris, como si la historia fuera un estacionamiento donde se aparcan ambiciones. El Estado, con su generosidad calculada, ofrece tres años de servicio, un entrenamiento que huele a pólvora y promesas, y un sueldo promedio de 2500 dólares que finge equilibrar la balanza del terror; los billetes escalan según el peligro, las misiones y los “resultados” que nadie mide en vidas salvadas. Lo único que cuenta es una cuenta bancaria ucraniana, abierta incluso para los caídos, como si los muertos pudieran cobrar cheques desde el más allá.

¿Qué trampa mortal se esconde tras ese mecanismo legal, presentado como una oportunidad democrática para cualquier alma errante? Se parlotea de ascensos y de bonos millonarios que flotan en el aire como billetes imaginarios, pagaderos en cuotas que pocos sobreviven para reclamar, atrapados en un juego donde el riesgo devora cualquier recompensa. Y luego están las zanahorias relucientes: asistencia médica y dental —para curar heridas que no cierran—, hipotecas a tasa cero en un territorio de escombros, permisos de viaje para fantasmas, exenciones de movilización obligatoria como si pudieran eximirse de las balas. Es una suerte de sueño americano en dirección inversa, en versión eslava, que los transforma en carne de cañón y memorias que se deshilachan como humo.

Solo uno de cada seis resiste un año entero, un milagro estadístico en medio del caos. «El que aguanta una semana, vive», mascullan los mercenarios colombianos online, una mentira disfrazada de sabiduría callejera. La verdad es más ácida: más de la mitad se desvanece antes de los tres meses, evaporados en explosiones. Pocas familias obtienen el dinero prometido; quedan ataúdes sellados y cuentas bancarias vacías.

DOS. En el hedor perpetuo de la línea de combate, donde el aire se espesa con el aroma de fiambre en descomposición, la esperanza se contrae como un músculo herido, atrapada en el ciclo vicioso que devora horas y almas. Los drones zumban con la precisión de avispas enloquecidas y son esos los que mataron al trío de argentinos en Sumy. Se susurra en las trincheras que estos extranjeros sirven para amortiguar el costo político interno de la conscripción obligatoria. Así, los argentinos suelen caer en roles que pocos envidian, como infantes que avanzan a ciegas, operadores de drones que juegan a la ruleta rusa con el cielo, exploradores que mapean tumbas futuras. La legión, al final, es un experimento multipolar donde el babel de acentos se ahoga en el estruendo común de la artillería.

El veredicto del terreno es implacable, un cálculo frío que reduce vidas a promedios estadísticos. El canciller colombiano Luis Gilberto Murillo, con su conocimiento de fronteras porosas y fugas humanas, admitió el año pasado que al menos 300 connacionales perecieron en los lejanos campos ucranianos. En los foros subterráneos de Reddit se ventilan testimonios de contratos ambiguos que se disuelven en el humo de las granadas, decepciones ante batallones ucranianos que prometen apoyo y entregan abandono, compañías militarizadas que operan como agencias de empleo fraudulentas. ¿Alguien les advirtió que esos dólares se convierten en polvo bajo metros de tierra, inasibles como fantasmas?

Los cuerpos, una vez inertes, a veces emprenden un viaje postrero con menos pompa que las ilusiones que los arrastraron al frente. La repatriación se maneja en lotes masivos —mil cadáveres por tanda, como mercancía en un almacén sobrecargado—, mediada por la Cruz Roja, peritos forenses y los acuerdos tambaleantes firmados en Estambul, donde diplomáticos tienen que negociar con la muerte como si fuera un commodity.

TRES. La logística es un caos helado, donde las bolsas distribuidas llegan en desorden, irreconocibles a simple vista, lo que obliga a familias a esperar semanas o meses mientras expertos desentierran identidades de huesos y tejidos. Un soldado caído podría legar una compensación a sus deudos, siempre que estos naveguen el laberinto de acceder a las cuentas en Ucrania y completar un abultado papeleo que parece diseñado para disuadir. Si el cuerpo se pierde en el limbo de los desaparecidos, no hay pago hasta la declaración oficial de muerte —un truco burocrático, elegante en su crueldad.

El frente ucraniano se ha convertido en un laboratorio perverso donde ideologías colisionan con la desesperación personal, salpicadas por promesas de adrenalina y ganancias efímeras. Las estadísticas de supervivencia mutan con la rapidez de un virus, con las legiones como un híbrido siniestro. Un ensayo sociopolítico disfrazado de heroísmo, un engranaje en una economía bélica que trafica con incertidumbre, que ofrece menos gloria que un epitafio borrado por el viento.

La verdad, así, se retuerce en un baile macabro. Esta no es una guerra de iguales, sino un molino que muele vidas con prejuicio, la que deja a los foráneos como José Adrián, Ariel y Mariano —esos argentinos tragados por Sumy— como notas al pie en un balance donde el billete prometido se disuelve en sangre, y la libertad, ese señuelo reluciente, revela su verdadero precio en ataúdes sin nombre.

La legión

En el umbral digital del sitio oficial de la Legión Internacional para la Defensa de Ucrania, https://ildu.mil.gov.ua/es, la invitación flota como un susurro en la penumbra; hombres y mujeres de continentes distantes son convocados a cruzar fronteras invisibles, persiguiendo el eco sublime de una causa. El portal, discreto pero decididamente grave, despliega sus requisitos y promesas con la cadencia de una carta nunca enviada, guiando al recluta entre sombras burocráticas y el claroscuro de la convicción, donde cada paso marca la diferencia entre la espera y la voluntad de actuar.



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