Cuando al Pepe lo liberan de la cárcel, se lo llevan a una movilización en la Plaza Cagancha. Fue en el ‘84 y yo estaba allí, porque era compañero de clase de Adolfito, el hijo de Adolfo Wasen Alaniz, otro de los rehenes de la dictadura: era un pibe cuando se lo llevaron y fue el único que murió preso, de un cáncer. Yo tenía 17 años y conocí bien a todos. Inclusive varios de los viejos que ya murieron como Julio Marenales y al «flaco» Luis Zabalza.
Se murió la figura política más relevante de un siglo para atrás, incluido Batlle y Ordóñez. Convirtió al Uruguay en el que conocemos hoy. Uruguay cambió para siempre: menos vinculado a lo religioso, democrático absolutamente. Fue enorme su importancia, más allá de la gestión.
En lo personal tengo grandes recuerdos, tuvimos muchos encuentros. Cuántas veces vino a mis espectáculos. Al principio nos poníamos de acuerdo, pero muchas veces estaba entre el público y ni avisaba. O estábamos en el camarín y, de repente, se aparecía con Lucía. A todos lados iba con ella. Desde hace mucho tiempo. Una vez, ya era presidente y se puso en la cola para comprar la entrada, la gente se agolpó ante ellos, y él siguió esperando como si nada. No hubo caso de que pasara de otro modo.
En otra ocasión me lo encontré en el Buquebus: ya era senador y había viajado a Buenos Aires para hablar con los uruguayos que estaban viviendo allí. Lo encontré cuando estaba en la cola, con su bolsito al hombro, para subir al viejo Eladia Isabel, que cruzaba el charco de noche. Estuvimos charlando durante todo el viaje… Hablábamos de política, de música, de fútbol, de la vida. Y a las 4 y media de la mañana, como uno más, se subió al micro que lo llevó a Montevideo.

Un tiempo después fui testigo, cuando en la Ruta 1, cerca de su casa, se había quedado una pareja con su auto: vieron llegar a un Volkswagen viejo, le hicieron seña y el conductor les paró. Los llevó hasta la primera estación de servicio y la pareja, ahí se dio cuenta que el que manejaba era el presidente de la Nación. En la estación de servicio todo el mundo lo saludaba.
Son cosas tan extraordinarias, tan poco comunes que terminan de diseñar una personalidad única, moldeada a amor, a ideología, a compañerismo. También a balazos, cárcel, tortura. Lo mejor y lo peor de la vida, del ser humano. Todo junto adentro del mismo cuero.
Hablaba de cualquier cosa y era impresionante escucharlo. A él le gustaba toda la música, pero prefería la de su generación. Alfredo Zitarrosa, Yamandú Palacios, Atahualpa Yupanqui, digamos, esa generación de la música rioplatense. En realidad le gustaba mucho la latinoamericana. El Pepe había sido muy amigo de Pablo Estramín, que fue un cantautor muy importante, nacido en Montevideo, que falleció en 2007, muy joven, a los 50 años, superdoloroso, una agonía horrible: dejó un legado de canciones importantes. Al Pepe le gustaban muchos sus temas, muy sociales y comprometidos.
Una de las últimas veces que lo vi al Pepe fue cerca de mi casa en Maldonado, en la sede del Frente Amplio, un galpón muy grande. Hubo una reunión del directorio del FA y estaban todas las autoridades. Muchísima gente. Yo había llevado a mi hijo más chico, Manuel, que entonces tendría cuatro años: hoy tiene nueve. Cuando entró con Lucía, claro, fue una revolución. Toda la gente se paró para vivarlo. Manu no entendía qué pasaba y miraba para todos lados. Hasta que se animó y me preguntó: «¿Quién es éste, Donald Trump?»
Era un cascarrabia. Un cascarrabia adorable. No me olvidaré cómo encaraba a sus adversarios. O por ejemplo cuando enfrentó en cámara al periodista Néber Araújo, una figura de la TV. Me invitaron un par de veces a que fuera a verlo a la chacra. Preferí dejarlo tranquilo como él había pedido.
Seguro que lo recordaremos este miércoles 9 cuando toquemos el espectáculo Dos Orillas, con el querido Ariel Prat en el Torquato Tasso de San Telmo.
¡Vamo’arriba, Pepe…!