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El Transiberiano, un viaje al mito fundante de Rusia


Toda Nación moderna tiene su mito fundante. En algunos casos, como el de la llamada “Conquista del Desierto” en Argentina, se utilizan también para ocultar genocidios. Así como Estados Unidos presenta como una epopeya la conquista del oeste, Rusia presume de lo mismo hacia el otro extremo cardinal. La conquista del este, a través de Siberia y hasta el Océano Pacífico, le dio identidad y la constituyó como un todo cohesionado bajo la ley de “las dos capitales”, como se conoce a las occidentales San Petersburgo y Moscú.

Por supuesto que la expansión de Rusia hacia el este data de siglos. Pero es innegable que tuvo un salto adelanta a finales del Siglo XIX, cuando el zar Nicolás II comenzó la prosecución de un objetivo que parecía improbable: unir Moscú con la costa del Océano Pacífico en tren. Así, en 1893 se comienza a construir el ferrocarril Transiberiano.

El Transiberiano no es precisamente un tren, sino un trazado ferroviario que va desde Moscú hasta Ulán Udé, en Siberia, para desde allí desparramarse en tres direcciones: el Transiberiano propiamente dicho, que continúa su marcha siempre dentro de Rusia hasta llegar a Vladivostok, la principal ciudad en el Pacífico; el Transmanchuriano, que se desvía hacia el sur e ingresa directamente a China para continuar hasta Beijing; y el Transmongoliano, que también finaliza en la capital china, pero en este caso atravesando Mongolia de punta a punta.

Si bien es cierto que “la conquista del este” rusa tuvo un salto de magnitud con la construcción de este tendido ferroviario, lo cierto es que viene desde mucho antes. Como si se tratara de una bestia que se atraganta de bienes y vomita voluntades, la circulación por Siberia parece consistir en una vía de sentido doble: desde el Este y hacia Moscú, mercancías; desde Moscú y hacia el este, personas.

Ekaterimburgo, la primera gran ciudad siberiana es prueba de ello. Al pie de los Montes Urales, Ekaterimburgo es el hito que separa Europa de Asia. Esta cadena montañosa es rica en minerales y piedras preciosas y allí radica el origen de su principal ciudad: fue fundada por los trabajadores que los zares enviaban hacia el Este para trabajar en las minas. Ekaterimburgo les devolvía, cómo no, mercancías: esmeraldas, hierro, cobre, diamantes y malaquita, entre otras. Paradojas de la historia mediante, fue precisamente en el llamado “Salón de Malaquita” del Palacio de Invierno peterburgués y construido con las mismas piedras siberianas que los zares hicieron traer del este, donde Lenin, el Partido Bolchevique y los trabajadores leyeron la proclama del gobierno revolucionario y pusieron fin al zarismo en 1917.

El siglo XX también se lee a partir de la circulación por estas vías. Fue el tendido del Transiberiano, justamente, una vía privilegiada para el Ejército Rojo dirigido por León Trotski quien en su tren blindado rojo aprovechó el trazado ferroviario para su marcha combatiendo contrarrevolucionarios hacia el este del país.

El Transiberiano, un viaje al mito fundante de Rusia

En décadas siguientes, estas vías serían testigo de la persecución del estalinismo el cual, fiel a la tradición de expulsar gente hacia el este y transportar mercancías al oeste, envió a los gulags de Siberia a los opositores políticos, como narra entre otros Boris Pasternak en Doctor Zhivago, al tiempo que siguió abasteciendo Moscú y San Petersburgo de minerales procedentes del Este. I

ncluso ya a finales de los treintas y ante la inminencia de la Segunda Guerra Mundial, fue el propio Stalin quien mandó a construir en la retaguardia, y por tanto lejos del enemigo, fábricas de armamento en Ekaterimburgo para abastecer eventualmente al frente occidental. Como en el siglo anterior, esa ciudad seguía intercambiando bienes, sean minerales o armamento, por personas.

Más allá de Ekaterimburgo se encuentra Novorsibirsk, ciudad fundada gracias al Transiberiano en lo que apenas era un puesto militar pocos años antes. Construida en 1893 fue expresión de la nueva ruta ferroviaria siberiana, de ahí su nombre Novo (nueva) Sibirsk (Siberia). Y logró su cometido. Hoy es la tercera ciudad más grande de toda Rusia y punto central del intercambio de mercancías en Siberia. Cerca de un millón y medio de habitantes transitan todos los días sus calles, surcadas aún al día de hoy por tranvías, en un terco empecinamiento en vivir sobre rieles.

El ferrocarril Transiberiano hoy sigue siendo el medio principal para llegar al este. Guerra en Ucrania y sanciones mediante, sus vagones están vaciados de turistas. En lugar de ellos se desparraman por los coches camas y camarotes soldados que fueron movilizados, madres que llevan a sus hijos quién sabe dónde y para los que siempre logran sacar comida casera de su equipaje, o tayikos y uzbekos que rezan en dirección a La Meca en pleno viaje y desde sus literas. Todo ello a lo largo de los más de nueve mil kilómetros de tendido ferroviario y sus recurrentes paradas, donde los pasajeros bajan y suben a las corridas mientras desde los andenes las babushkas, algo así como las madres de las mamushkas, ofrecen a los viajeros diferentes alimentos, que van desde café a pescado de los ríos de la zona.

Irkutsk, la siguiente ciudad de importancia más allá de Novosibirsk, una vez más y como tantas otras, fue creada como consecuencia de las mercancías que viajan del este al oeste y de las personas que siguen el sentido contrario. Su primer impulso fue al calor del comercio de las pieles buriatas procedentes de la Siberia profunda, cuando se fundó en el Siglo XVII como un puesto de cosacos para regular el contrabando. Dos siglos después llegaron desde el oeste, como no podía ser de otra manera, sus habitantes: los soldados “decembristas”, un grupo de oficiales liberales que lideraron una intentona de derrocamiento al zar en 1825 y fueron expulsados por la corona hacia Irkutsk, donde llevaron las ideas y la arquitectura modernas, al punto que la ciudad recibió el apodo de “la París de Siberia”.

A pocos kilómetros de Irkutsk queda el Lago Baikal, el más profundo del mundo. Dentro de él, la isla Olkhon, también fue habitada originalmente por perseguidos. Pero en este caso desde tiempos inmemoriales: según la leyenda fue el lugar de refugio de los primeros chamanes, aquellos que escaparan de la persecución política del Imperio Mongol de Gengis Kan y cuyos descendientes, al día de hoy y siglos después, practican el chamanismo en el lago que, aseguran, es la morada de los espíritus en Siberia.

Finalmente y antes de desmembrarse en tres, el ferrocarril transiberiano llega a Ulán-Udé, cerca de la frontera con Mongolia. También resultante de mercancías que provienen del este, el té en este caso, y de personas enviadas desde el oeste, oficiales enviados desde Moscú y San Petersburgo para regular el comercio, Ulán-Udé es desde 1666 una ciudad entre dos países; entre las vías comerciales rusas y la historia y las costumbres mongolas.

Hoy también Ulán-Udé late a ese ritmo doble que pretende sintetizarse pese a las tradiciones milenarias. Hoy Ulán-Udé está tapizada de afiches llamando a la población a alistarse para combatir en Ucrania. Pero a diferencia de las otras ciudades rusas, en esos afiches no se ven los sofisticados aviones y tanques que el Kremlin envía al país vecino; en estos afiches se ven guerreros ancestrales, de rasgos asiáticos, marchando a caballo rumbo a Ucrania. Mediante estos afiches, el gobierno de Putin intenta, una vez más y como todos sus antecesores, unir el oeste y el este rusos en un nuevo mito refundante.



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