Javier Milei está disputando la campaña mientras la economía pierde ritmo y los ciudadanos tienen menos plata. Que lo haga no es casualidad: detrás del relato que lo sostiene hay una fábrica de sentido que trabaja a contrarreloj para convertir el ajuste en épica. Se llama Fundación Faro, nació en 2022 y no es un club de ideas: es un nodo estratégico que mezcla manuales de comunicación, clases para cuadros y apoyo empresarial para transformar dolor social en adhesión política.
La operación tiene un punto de partida sencillo y efectivo: redefinir las palabras. En el centro del arsenal está Parásitos mentales, de Axel Kaiser (2023), que presenta nociones como “justicia social”, “derechos sociales” o “diversidad” no como propuestas a debatir sino como agentes patógenos que deben ser erradicados. La metáfora biológica no sólo estigmatiza; activa miedo y urgencia, dos emociones que las plataformas digitales multiplican con facilidad. El resultado es que la disputa política deja de ser una disputa por políticas públicas y se transforma en una cruzada moral.

Foto: Agencia Noticias Argentinas
El segundo movimiento es táctico: multiplicar formatos. Un mismo núcleo semántico -la idea de que ciertas propuestas son “parásitos”- se fragmenta y adapta: en una columna académica aparece con citas y datos; en un tuit se vuelve insulto; en un video de 30 segundos, consigna coreable. Es la llamada “política cuántica”: distintos mensajes -a veces contradictorios- dirigidos a burbujas diferentes, que nunca se cruzan porque lo hace el algoritmo. Cada fragmento es verosímil para su receptor; esa verosimilitud localizada basta para sostener consensos parciales que, sumados, configuran una hegemonía comunicacional.
Tercer movimiento: anclar el relato al poder real. Fundación Faro no opera en la periferia. Fue fundada por Agustín Laje y Axel Kaiser y tiene canales directos hacia la Secretaría General de la Presidencia; Laje figura como asesor formal y la fundación mantiene reuniones periódicas con integrantes del equipo económico, incluyendo contactos con Luis «Toto» Caputo y Santiago Bausili del BCRA, según la propia estructura de la organización. Esa traducción -de metáfora a instrumento de gobierno- permite que lo que comienza como relato cultural termine justificando recortes, desregulaciones y medidas que hoy enfrían la actividad. La narrativa deja de ser explicación y se convierte en tecnocracia legitimadora.
Sin financiamiento esto sería apenas retórica. No lo es. Hay un entramado empresarial que respalda y amplifica: apoyos de redes como Endeavor (con figuras vinculadas al mundo tech), aportes desde sectores del agro y la construcción, y empresarios identificados en los documentos con nombres como Marcos Galperín, Martín Migoya, la familia Neuss, Eduardo Elsztain y aportes vinculados a figuras chilenas como Nicolás Ibáñez. Esa espalda económica paga contenidos, eventos y “masterclasses” (con economistas como Martín Krause y miembros de la Mont Pelerin Society) que forman a los cuadros que luego replican el discurso en medios y en la gestión pública. En la práctica, la fábrica de sentido cuenta con padrinos que integran el establishment y que ven en esa narrativa la coartada cultural para políticas favorables a sus intereses.
¿Por qué funciona? Porque la sociedad argentina llega a esta campaña con tres vulnerabilidades: inflación persistente, desaliento laboral y fatiga informativa. En un territorio así, los marcos simples y emotivos actúan como atajos cognitivos. La metáfora del parásito -visual, grosera, fácil de memetizar- encaja como anillo al dedo en la era del scroll: se comparte sin leer, se repite sin discutir y termina por petrificarse como sentido común. Las plataformas no discriminan la verdad; premian la intensidad emocional. Eso convierte a mensajes simplificados en verdades funcionales.
El efecto político es directo y peligroso. Cuando el lenguaje público ya viene encuadrado -“ajuste como cura”, “derechos como privilegios”- la sociedad evalúa la economía a través de un prisma moral. Así, medidas que aumentan la desocupación o enfrían la industria pueden presentarse como dolor necesario para “recuperar la libertad”. La discusión sobre costos y beneficiarios se vuelve secundaria: lo decisivo es si alguien pertenece o no al “huésped consciente” que hay que inmunizar. Y en campaña, ese nosotros-versus-ellos moviliza mejor que las tablas fiscales.
Hay grietas en la estrategia. Primero, la reputación académica: acusaciones de plagio contra Kaiser y vínculos con redes ideológicas fuertes en Chile (FundaPro, Grupo Luksic) complican la presentación de Faro como mero laboratorio intelectual. Segundo, la velocidad informativa que los favorece también los penaliza: narrativas potentes se establecen con rapidez pero también se desgastan cuando aparece una contranarrativa más emotiva. En la hipermodernidad, la permanencia es provisoria.

Mientras tanto, en la economía real el loop ya es visible: la pelea con los bancos, las subas de encajes y tasas que duplican la inflación proyectada, y la restricción de crédito golpean a pymes y tensan la cadena de pagos; los ahorristas compraron dólares por cifras que algunos analistas ubican cercana a 25.000 millones de dólares en lo que va del año, un indicador de desconfianza que alimenta la espiral. Eso es materialidad -sueldos que no aumentan, proveedores que no cobran- y no se resuelve con consignas. Pero si el marco cultural define que esos efectos son “efectos colaterales de la libertad”, la contestación política pierde fuerza. El desafío de la oposición es devolver la palabra pública a la materialidad: salario, empleo, tarifas, inversión.
¿Qué hacer desde la vereda contraria? No alcanza con refutar frases; hace falta disputar marcos. Eso exige producir relatos alternativos que reúnan tres condiciones: sean simples sin ser simplistas, emotivos sin renunciar a datos verificables, y replicables en formatos digitales. Recuperar el algoritmo como campo de batalla implica traducir la realidad económica en imágenes y slogans que circulen con la misma facilidad que los “parásitos”. Si no, el diccionario público quedará ocupado por la narrativa del ajuste y la democracia pagará el costo de hablar cada vez menos de problemas concretos y cada vez más de juicios morales.
La elección próxima no es sólo un test electoral: es la prueba de fuego de una ingeniería cultural que ya llegó a la mesa de decisiones. Fundación Faro hizo lo que toda máquina de campaña eficiente debe hacer: definió términos, formó emisores y conectó discurso con recursos. El impacto —si la economía entra en un loop recesivo que legitime la fórmula “dolor = libertad”— será más difícil de revertir después de las urnas. La batalla, entonces, no se juega sólo en los votos sino en quién impone el diccionario desde el cual se leerá la crisis.
Si la sociedad no genera pronto una contra-narrativa anclada en la experiencia concreta de la gente, la “cura” que promete la derecha puede transformarse en una receta de larga duración: menos empleo, más precariedad y una explicación moral que ordene la derrota como elección inevitable. Eso, más que una estrategia de campaña, sería un cambio estructural en cómo se legitiman políticas públicas. Y para revertirlo, hará falta recuperar la conversación de lo simbólico a lo tangible, antes de que el relato se naturalice y la economía quede atrapada en un loop de estanflación con efectos sociales duraderos.
*El autor se especializa en redes sociales y escribe todas las semanas en Multiviral.